La libertad está llena de soledad. Me lo dije a mí misma mientras rascaba el musgo de la tumba con una espátula. Era un día nublado y frío. Los líquenes se pegaban a la piedra como telarañas antiguas.
Miré el calendario portátil que llevaba siempre en la cartera. Era martes. Contaba con uno de esos aparatos como los que llevan los conductores de autobús a toda la gente que atravesaba el camposanto. Era siempre la misma. A veces pasaban varias veces en la misma semana; lo tenía apuntado en mi cuadrante personal. Boina roja, 12 de la mañana; periódico rancio en la mano, 12:35 de la mañana. Ellos saludaban a una lozana funcionaria que dejaba las tumbas como los chorros del oro, que era incapaz de jubilarse y que compartía su tiempo cuidando los muertos de otros.
Todos los días a la misma hora, descansaba para almorzar en la misma tumba donde estaba enterrado mi marido, comía un picnic con él y le ponía al día de mis cosas, le consultaba si debía irme de vacaciones y le contaba algunos cotilleos del vecindario.
Era viuda y no tenía hijos. Tenía más en común con las tumbas que con la gente que aún me compadecía. A veces notaba que una flor aparecía en el cementerio como una forma de agradecerme el buen trabajo. La cogía con gusto. Otras veces, notaba el descontento por mis descuidos cuando aparecían hongos en la piedra, plagas de insectos o las piedras se rompían por la erosión. Era un trabajo silencioso, cansado, agradecido.
Un martes distinto, mi encargada apareció de entre la niebla cogida de la mano con una mujer delgada, que caminaba mirando el suelo, con unos auriculares de cable colgándole en el pecho como un rosario. Es tu nueva compañera, dijo. No habla mucho castellano, pero tampoco hace falta que te comuniques mucho con ella, dijo. Diligentemente empezó a trabajar. Yo debía tener treinta años más que ella.
Era una trabajadora hábil, tenía los dedos delgados, así que le resultaba más sencillo limpiar las letras en relieve de la piedra. No hacía preguntas sobre cómo tenía que hacerlo. Cuando dudaba, me miraba atentamente durante un rato y repetía mis gestos.
Como no teníamos mucho de que hablar y ella no tenía intención de intercambiar palabras conmigo, yo me dediqué a mantener mis rutinas habituales, decidiendo dejarle la puerta abierta a que participara si lo necesitaba. Llegué a mi sitio habitual a la hora de comer. Extendí un pequeño pañuelo en el suelo, sobre algunos hierbajos y saqué mi picnic, con los sándwiches que solía preparar para los dos. La mujer al principio me siguió, pero al llegar al ligero tumulto y ver mi pañuelo de picnic me miró de manera extraña, difícil de saber si lo hacía porque le parecía extraño, o porque yo le parecía un bicho raro, o ambas cosas las cosas a la vez.
La invité a sentarse a mi lado. Siempre solía repartir el sándwich que mi marido rechazaba entre los pájaros y otros animales que se escondían entre los árboles, pero ella pareció aceptarlo inmediatamente como acto reflejo de mis actividades laborales. Comió en silencio, mirando al suelo. Después levantó la mirada, para mirar la fotografía, la fecha y su epitafio: “La libertad está llena de soledad”.
Después me miró, señalando la tumba. Yo asentí, como si de alguna manera, no hubiese mucho más que decir al respecto. Juntó las palmas de las manos, dando a entender en mi cabeza que me estaba dando el pésame. Fue la condolencia más hermosa que me habían hecho nunca.
Después, se quitó los auriculares de las orejas y empezó a escribir en el móvil. Tras un rato silencioso, en el que solo escuchaba el sonido de los pájaros y un martillear de una obra a lo lejos, me enseñó la pantalla de su móvil en la que había escrito en el traductor de chino: “Quiero enterrar a mi padre en el cementerio pero no tengo dinero”. Y después se levantó animadamente, volviendo al trabajo.
El martes siguiente fue un martes reflexivo. No había intercambiado ni una sola palabra en alto con mi nueva compañera de trabajo. Solo sabía que se llamaba Mei y que quería enterrar a su padre, pero que no tenía mucho, salvo su gran capacidad de limpieza y su silencio. Desde aquel día se sentaba en el picnic, mientras yo hablaba con mi marido para preguntarle qué opinaba sobre el asunto. Habíamos estado una semana debatiendo sobre el tema.
Me dijo que estaba acostumbrado a tener ese espacio para él solo, pero admitía que el nicho era doble y que lo había comprado para los dos hacía mucho tiempo. Le sobraba espacio y a veces la soledad le pesaba. Fue su última palabra sobre el tema.
Un martes más tarde, era de noche. No estaba acostumbrada a estar de noche en mi sitio de trabajo porque me imaginaba que como en la vida, en la muerte también había espacios para el descanso. Pero el conserje contaba con mi confianza desde que velaba por el recuerdo de su gran danés y el de su madre poniéndoles siemprevivas. Así que una noche estaba cavando un agujero en el suelo mientras Mei sujetaba unas lámparas de papel y una urna de cerámica, de pequeño tamaño. Todo sucedió rápidamente, porque temíamos que apareciera la policía y perder nuestro trabajo.
Al día siguiente volvimos a vernos. Mei estaba diferente. No miraba al suelo ni llevaba auriculares. Miraba diligentemente hacia delante, con una sonrisa afilada como las letras en su idioma. Llevaba en las manos una bandeja con lichis y un papel donde había escrito el nombre de su padre, para que su familia pudiera identificarlo.
Nos sentamos a tomar el picnic. Ella me miraba fijamente, en un silencio en el que mi marido estaba ausente por primera vez. Mei habló. Me dijo que la libertad está llena de soledad.