lunes, 1 de noviembre de 2021

Vivir tirando

 

Tenía 17 años la primera vez que moví unos remos. Había estado en el barco de un amigo de mi padre, un compañero suyo de la fábrica desde hacía 6 años, hasta que lo despidieron. Pero solamente pescábamos merlanes y gallos. Yo tenía 8 años por entonces. Así que nunca había arrastrado uno de esos cacharros de verdad. Nunca en mi vida. No se si has estado en un correccional inglés alguna vez en tu vida o te lo llegas a imaginar, pero, joder, estaban obsesionados con que hiciéramos deporte como forma de convertirnos en hombres decentes. Imagínate, robar una barra de pan y que te manden a galeras. Como si hubiésemos vuelto al siglo XV.

Un borstal, el tipo de correccional que habia en los sesenta, te daba, además, la oportunidad de compartir la experiencia revitalizadora con el resto de cárceles de menores de la zona en competiciones deportivas. Asi que se organizaban regatas y se invitaba a mujeres de fundaciones filantrópicas para pasar el cepillo y lucir a sus hijas, para casarlas y demostrar que las instituciones funcionaban de alguna manera.

    ─¿Ganaste alguna?

    ─Qué va. Nos gustaba amañar las competiciones solamente para destrozar los sueños de los jefes y nuestros entrenadores. Pero ganamos muchas admiradoras. Les gustan mucho los chicos malos que en realidad tienen un interior sensible y solamente muy mala suerte.

 

Apretó el brazo, para marcar músculo, bromeando. Puede que este hombre tuviese ya una edad, pero desde luego seguía teniendo la musculatura de un culturista de 30. Compensar la fuerza que había perdido en sus piernas estando en una silla, podía tener sus ventajas. Estaban en la parte de atrás de su bar. Roman, el dueño, y Miguel, el camarero. Era lunes, el bar estaba cerrado. Aunque eso no significaba que el bar fuese a abrir al día siguiente. Roman había conseguido colocar una vieja barca de remos en lo que anteriormente había sido un garaje, que nunca había se había usado para tales efectos hasta ahora. Si todo iba bien, vendería el hostal y el bar y podría establecerse en esa casa al lado del río, para navegar con la barca. Había negociado con unos tipos la venta. Pensaban construir un pub. Lo mismo daba. Él no quería saber nada de este negocio en su vida.

 

Apoyado sobre la barca boca abajo, había conseguido una estructura de cuerdas y poleas para mantenerla sujeta y poder lijar sobre ella. Ingeniería pura. Fumaba un cigarillo y se rascaba la nuca, por donde acababa de cortarse el pelo con una peluquera que lo había esquilado más que arreglarlo.

 

─Creo que deberías probar a hacer remo alguna vez. Yo podría darte algunas lecciones. Coge de esa cuerda, voy a bajarla un poco.

─¿No has vuelto a remar desde entonces? −preguntó el camarero, volviendo al tema anterior. Tiró ligeramente de la cuerda, colocándose el pitillo en la boca.

─Pues depende desde dónde lo mires. Desde luego, remé como un capullo para huir de la Guerra de las Malvinas. Con antecedentes y pobre como una rata, era un caramelito para la Thatcher. No. Yo diría que lo más cercano que he hecho últimamente es conducir una de esas ridículas barcas de El Retiro. Además, desde que dejé de poder usar las piernas empecé a olvidar a saber usarlas. Ahora casi se me ha olvidado para qué servían.

─Pero eso es bueno.

─Al principio pensé que el bastón para coger cosas que me regalaste era una chorrada, pero me gusta el aspecto que me da. Es lo más cerca que voy a estar en mi vida de parecerme a un lord inglés.

─Nunca me has contado qué te pasó en realidad.

Roman vio su reflejo sobre la mesa de herramientas. El espejo estaba sucio y una bombilla titilaba en el techo, colgando de un cable pelado. “No se entera de la misa la mitad” ─pensaba Roman─ “Hace mucho que no hago deporte”. Después miró a Miguel, soltando la cuerda. Este tiró más fuerte, entre asustado y temiendo que se le cayese el cacharro encima.

─No tenses demasiado la cuerda o la acabarás rompiendo. Y eso va también por la que estás sujetando.

─No sé hacer nudos.

─No tienes pinta de haber hecho nada en tu vida, de todas maneras.

─Eh, tolero que me cuentes tus batallitas, pero no que me insultes. ¿Has firmado el contrato para cerrar la venta?

─No.

Se mantuvieron en silencio durante un rato, mientras Roman ajustaba las cuerdas elaborando un nudo tensor. Miguel sujetaba la cuerda, erguido, con la mirada perdida, con un cigarro en la boca. Así, de pie, se notaban más sus facciones; la espalda ancha, la cara huesuda, los ojos azules, la coleta de pelo rubio, las patillas anchas, la barba de tres días.

Sin embargo, no era su postura habitual. En su lugar, solía pasar el tiempo encorvado, sin ser capaz de mirar a los clientes a la cara, salvo que los conociera. Roman era el único al que podía mirar fijamente, la única persona a la que sentía que le debía algo de disciplina y educación. Más de la que había sentido con su padre.

─¿Vendrás conmigo?

─¿Te has tomado las pastillas? ─preguntó Miki, mientras Roman ajustaba el nudo de su lado, concentrado.

Vio como este sacaba un frasquito de su chaqueta de tweed y lo agitaba, metiéndose una en la boca.

─¿Y cómo piensas llevar la barca hasta el río, si se puede saber?

─Alquilas una camioneta y la probamos. Y si consigo comprarle la casa a la tipa a la que le compré la barca, puedo mudarme antes que los tipos que quieren comprar este antro cambien de opinión. ¿Qué piensas hacer tú?

─Aún no lo sé. Llevo ahorrando mucho tiempo para irme de aquí y empezar a ganarme la vida tocando el piano. Que es lo único que sé hacer ─remarcó.

─ ¿Tienes un sitio donde quedarte?

─Me quedaré en la casa de una de esas amigas rusas tuyas que me presentaste. Trabajan todo el día fuera. No les molesta que esté trabajando en la casa, es espaciosa. Pero te llevaré el bote a la casa, y tus cosas. Ahora firma el dichoso contrato, por el amor de Dios. Parece mentira que no sepas cómo son los inversores.

Y no dijeron nada más.

 

Pasaron varios días. El bar siguió cerrado, pero Roman empezó a recibir visitas esporádicas. Cuando no charlaba con antiguos amigos, le gustaba trabajar tranquilo. Trabajar también implicaba hacer sus maletas. Ya había empezado a empaquetar algunas cosas. Las paredes estaban ahora vacías. Cajas se apilaban en su lugar en las esquinas y junto a las puertas, llenas de trofeos de mus y de fotos con sus antiguos amigos. Además de todas esas jarras que ahora estaban empañadas por la cal. Lo único que no había empaquetado era su viejo tocadiscos y su música, que no escuchaba desde tiempos en que ni siquiera vivía en España y que ahora sonaba sin parar. Duke Ellington, John Coltrane, Dave Brubeck, Charles Mingus, eran algunos de los músicos que le llevaron a abrir su negocio casi veinte años atrás.

Cuando había perdido todo, hasta las piernas, había decidido usar todos los ahorros que tenía desde los 16 años y comprar un local en el que poder escuchar su música las veinticuatro horas del día. Donde dar conversación, servir copas, invitar a sus amigos, jugar con ellos al Seven Up o echar un billar. Bien era cierto que la aparición de Miguel hacía 9 años había salvado al bar de extinguirse, consiguiendo que la gente quisiese venir por la noche a escuchar música en directo. Y aunque no era muy comunicativo, debía ser la única persona de su edad que no lo trataba como si fuese un niño pequeño por vivir en una silla de ruedas.

 

Así, no apareció ninguno de aquellos días, y su primera reaparición fue para recoger el dinero del finiquito. Volvía a caminar encorvado. Antes de que pudiese decirle algo, Roman sacó un fajo de billetes de la chaqueta de chándal. Cruzaron una mueca y Miguel se sentó a su lado, contando los billetes.

─Ayer estuve con los inversores ─dijo al fin.

─¿Y bien?

─He cerrado el contrato y creo que he sacado un piquito de dinero. Aproveché para ir a visitar a aquella mujer y me ha dicho que habría que hacer algunos arreglos con la fontanería, pero que puedo ir llevando ya algunas de mis cosas. Por cierto, ya no hace falta que me acompañes. Me he estado organizando y  puedo hacerlo solo. Aprovecha para recoger las tuyas.

─¿Cuándo has decidido eso?

─Cuando vendí el piso. ¿Por qué? ¿Habías alquilado ya la camioneta?

─No, no es eso. ¿Pero y quién va a conducir el coche? Tú no puedes…

─Bienvenido al siglo XXI. Tengo la movilidad mínima para conducir un coche adaptado. Y esa casa no tiene escaleras. Además, tengo tu palo recoge cosas y tengo bastante fuerza como para mover cajas.

─¿Entonces no necesitas…?

─No.

Miki suspiró y se puso en pie, cerrando el fajo con una goma elástica. Le puso la mano en el hombro a Roman, que le miró por encima de unas gafas redondas minúsculas, mientras se rascaba un bigote rubio, que empezaba a tornarse gris.

─Saldremos de esta, viejo. No te preocupes. Tú no te olvides de tomarte tus pastillas para los nervios.

─¿Y si no salimos de esta? Yo estoy prácticamente jubilado y tú ni siquiera tienes tu propia casa.

─Pues haremos lo que hemos hecho siempre, Roman. Vivir tirando.

 

 

Roman se apostó junto de la barca, que ahora descansaba sobre el agua. Pintada de verde azulado, parecía flotar sobre su propio reflejo. Suspiró despacio. El aire corría y le rascaba en la garganta, agitándole el pelo y la chaqueta de lana, cerrada sobre el pecho. Tenía una botella de vino sobre el regazo y miraba cómo la barca se balanceaba como la cuna de un niño pequeño. Había algunas barcas de alquiler a lo lejos. Llevaban parejas y padres con niños a los que hacían sentarse, preocupados por el viento. A veces, al pasar cerca de su casa, le saludaban.

 Miró su reloj de Mickey Mouse que le había regalado Miguel por su cumpleaños y sacó el botecito de pastillas, esperando a que sonase un pitido. Veía los minutos pasar en los números cuadrados y agitaba el bote de pastillas, suspirando. Aún tenía que sacar todas esas cosas de las cajas y después, ¿qué? No sabía tan siquiera reconocer cómo era la situación de estar jubilado. No habría clientes, ni proveedores, borrachos, y menos recital de piano. No había que cocinar, servir o charlar con nadie. No habría pianista ni nadie a quien gritar. “Pianista”, así llamaba a Miguel cuando lo veía bufar apoyado en la barra limpiando el mismo espacio con la bayeta, como para recordarle que tenía trabajo que hacer.

Daba lo mismo. Por fin se iba a dedicar a algo que quería hacer. Era su momento. También el de Roman, de descansar. Ahora no tenía hijos, ni mujer, ni familia. Ninguna forma de volver a casa. Solamente una barca en la que remar, una casa en el río y la silla de ruedas. La alarma del reloj pitó, marcando la hora de tomar la pastilla.

Apretó el botecito en su mano y lo lanzó como si fuera una piedra al agua. Este rebotó varias veces antes de hundirse en las profundidades del río.


 Relato presentado en Concurso x la justicia. Febrero 2019

 

miércoles, 29 de septiembre de 2021

Hilo de tripa #HistoriasdelaHistoria


Justo después, nos miramos por última vez. O por primera. No lo sé.

Habían pasado años desde la última vez. Ya no estábamos desesperados como el momento en que nos conocimos, muchos años antes. No nos recordábamos de la misma manera. Habíamos cambiado mucho. Primero, porque yo me había unido a una guerrilla organizada por todos los vecinos del pueblo que querían acabar por su cuenta con los soldados alemanes que habían venido para ayudar a los franquistas. Unos tipos armados llenos de medallitas que nos quemaban las cosechas después de acabar con todo el pueblo cavando una zanja en el suelo. Ella se había unido al equipo de enfermería por obligación de su padre, para aprovechar su buena mano con el hilo y las agujas. A las mujeres del pueblo no las habían educado en la pelea, pero estaban lo suficientemente cansadas de pasar hambre y calamidades como para no plantearse hacer todo lo posible por mantener sus logros. Sus casas. Su trabajo. Sus vidas.

Incluso las había que al final acababan con un fusil en la mano, aunque no hubiesen utilizado uno en su vida antes. Liberaron a las familias de un desastre que nunca eligieron. Ella era de las libertarias, según se denominaban entre sí. Lideraba la organización de la enfermería y mandaba al frente a todas las mujeres que se ofrecían y que podía meter en los batallones. No descansaba. Nunca. Daba vueltas por todos lados, con las agujas en la mano, cosiendo a los heridos piel y medallas, haciendo remiendos para mantas, símbolos. Me decía que simplemente se las habían apañado. Y apañándose nos habían salvado a todos.


Era así de cierto. Por muchas ganas que tuviésemos de salvarnos a todos, de salvarlas a ellas, de salvarlo todo, aquel grupo de soldados nos ganaba en demasiadas cosas. Tenían armas de verdad, equipo de verdad, jefes de verdad, comida de verdad. A su lado nosotros éramos simplemente sombras de soldados con muchas ganas de pelear. Siempre empeñados en demostrar a todo el mundo que teníamos la capacidad de combatir contra los fuertes, incluso en minoría, incluso en la debilidad.  Las mujeres demostraron no sólo tener la fuerza que a nosotros nos faltaba, sino las agallas y los medios para sofocar a las tropas. Nunca tuvimos demasiado tiempo para hablar de nosotros cuando terminó todo aquello. Veníamos de un pueblo pequeño, pero la labor era demasiado grande para mantenernos ocupados en cosas que más tarde tendríamos que echar de menos inevitablemente. 


No íbamos a echar de menos la guerra, fue en lo único que coincidimos del todo cuando volvimos a encontrarnos. Quizá sí los gritos de júbilo de las personas que por una vez en la vida se sentían del todo liberadas de sus jefes y patrones, pero en general se parecían más a los gritos desgarradores de una bala que se aloja en un sitio complicado.


Me contó que por las noches, cuando conseguía pegar ojo, los gritos de esa gente le atacaban pidiéndole que los cosieran a su boca.

- Tenían la boca llena de sangre y yo no sabía cómo detenerlo. Era una hemorragia de esas que sabes que no puedes curar, una herida tan profunda la de quedarse sin voz al morir que me atormentaba y me echaba la culpa de que no pudiese hacer algo más. Pero yo no sabía qué más hacer.


Nunca me quedo del todo tranquilo sabiendo que he terminado viviendo mientras muchos otros se llenaron la boca con la tierra que estuvieron trabajando toda su vida. Que además tuvieron que defenderse de quienes solamente buscaban su temor y sumisión. Ahora tampoco nos queda nada a los que nacimos en esta tierra y busco por todos los medios volver a sentir algo como lo de aquella primavera. Simplemente por tener algo que no esté sucio de todo lo que hemos tenido que pasar.


La última vez que la vi intenté refugiarme en lo que creía que era un recuerdo de un pueblo en paz. En el momento del beso sentí cómo volvían otra vez las balas a las fachadas y los cuerpos de los niños al suelo, y tratando de huir  no sólo de aquella sensación, sino del recuerdo, del pueblo y de la tierra, me fui tan lejos que al recuperarme, me di cuenta de que ya no podía volver, y que era demasiado tarde para buscar el amor donde abunda tanta necesidad de pan. No nos llenamos el espíritu, pedimos perdón por tener que sufrir todo aquello siendo tan jóvenes y sentimos compasión el uno por el otro.


Y no supe reconocer si era la primera vez que la veía o la última, pero en cualquier caso, tampoco importaba demasiado. Nos unían ya demasiadas cosas. Demasiado hilo de tripa cosido para las balas y las puñaladas.

 

Propuesta de Inés Villodre para el concurso de relato de Zenda "Historias de la Historia".

martes, 10 de agosto de 2021

Un espacio frontera

 campo semántico: Bosque, pinar, frutos, Invernal, nevado, congelado, macabro, sombrío, horrorizante, temible, templado, cálido…

Se deslizó de la cama y del aroma cálido y penetrante del humo en el momento en el que el sol tocaba justo el borde del horizonte. Jaime tenía trabajo. Era un hombre metódico, así que primero corrió a embutirse en la ropa tendida en la barandilla del porche. Tenía la sensación, en verano, de que aquel pinar que podía congelar el espacio y el tiempo se transformaba en un horno caliente y listo para hornear pan. Por eso, cuando salió al exterior y vio su ropa convertida en placas de lija, sonrió al recordar aquellos cambios recientes en la factura de la luz, pensando en un mundo de magia, el suyo, que estaba rodeado de recodos sombríos y calderas naturales.

Convertido en el hombre del fuego, un poco distinto a las películas americanas pero muy parecido a los dibujos animados, sacó los prismáticos y los planos del cajón de herramientas que tenía en el porche, un torreón en la más alta torre rodeado de bosque a su alrededor.

Miró por la anidada y trató de ubicar las columnas de humo, que se veían lejanas y macabras, como sombras chinescas tratando de describir a los villanos de una historia fantástica. Volvió a mirar por los prismáticos mientras trataba de describir la posible ruta de extinción en el mapa y accedió al interior de la garita, encendiendo la radio. Era el segundo que se levantaba y el último que se dormía, y era lo más parecido a escuchar a un locutor hablando en un programa especializado sobre botánica y árboles frutales.

La época invernal se quedaba atrás, al paso en el que las ramas heladas y el suelo nevado se deshacían con la forma salvaje de transicionar de la naturaleza, dejando a su paso ramas caídas y animales atrapados. Todo aquello, convertido en un pasto seco que ahora estaba allí, a sus pies. El sol empezó a levantarse del horizonte y poco a poco, la oscuridad en la que flotaba su hogar empezó a dar paso al día. Y con él, llegaron los incendios.

 


 

*ejercicio de espacios-frontera del curso de Doméstika de Cristina López Barrio