martes, 17 de noviembre de 2020

Ciudad muerta

Esta ciudad muerta es como un rompecabezas. Levantar la cabeza abre recodos, rascacielos creados en desniveles que desembocan en puntos muertos. Escaleras que no llevan a ningún sitio. Arriba o abajo. Esta sensación es aún más evidente cuando es de noche y llueve. Las luces iluminan todo lo que se utiliza o se habita, y la oscuridad todo lo que existe pero es de paso. Los edificios conviven con casas viejas y comentarios sobre la crisis. El ladrillo mojado por la lluvia y los carteles de los negocios de barrio que sobreviven, pintados a mano o en cristal. Aún aquí los lugares se llaman con nombres propios y los kioskos pueden ser mercerías. Las pintadas de las paredes son como una hiedra espesa en las fachadas y el abandono es tan familiar que no es extraño encontrar todo tipo de objetos en repisas, escalones, portales, bordillos o parterres, llenos de colillas. 
La ciudad muerta no busca ser perfecta, y en su herida de muerte reside la poesía que los forasteros ven en ella. El romance de no conocer su pasado, ni permanecer lo suficiente para su futuro. La poesía de un presente subjetivo, que pervive por eso mismo. Porque la realidad es que esta ciudad herida ha sido herida de muerte, y lo que la hirió en el pasado ha buscado otra forma de sobrevivir. Esta ciudad es un cadáver que espera a su propia descomposición. Tardará generaciones en empezar a oler, y para entonces, los que vivan en ella morirán con ella.