jueves, 15 de febrero de 2024

Argumento para una novela

Habito el sentimiento de sorpresa desde los 16 años, fecha en la que durante mi época adolescente, pensé que sería los años con los que moriría. Como joven católica que era, para mí la muerte significaba una liberación, el final de la vida de llena de sufrimientos a cambio de la vida eterna, en la que aparentemente habitabas en el cielo si tus acciones eran buenas.


Sin embargo, me preguntaba a menudo el valor de la bondad, cuando me acercaba al confesionario y sabía que estaba el cura que te echaba el aliento a tabaco y a vino. Me preguntaba cuántas formas existían de llegar a Dios y cuántas de ellas eran válidas.


Cómo era posible creer del todo en algo si la posibilidad de salirse del camino marcado por Dios era tan grande.


Rezando santo, santo, santo es el señor, voy vestida con ropa de domingo, pelo largo marrón, liso, porque odio mi pelo rizado. Me encanta sentarme en la parte de debajo de la iglesia, justo al lado de las vidrieras. Cuando el sermón me aburre, tengo la costumbre de mirarlas, son grandes paneles de hormigón pintados de negro, con trozos grandes de cristales de colores, enganchados entre ellos.


Lo que más me gusta es mirarlos cómo reflejan la luz del sol de miles de colores diferentes. Eso es algo que me ha acompañado toda la vida. A veces me quedo ensimismada viendo el reflejo de la luz sobre las cosas. Soy como los personajes del mito de la caverna, siempre atiendo a las sombras más que a la realidad. Sé que lo que veo no es real, sino un reflejo del objeto.


Durante años lo supe, pero no deseaba mirar fuera. Porque mirar fuera significaba aceptar lo ficticio como una alternativa de la realidad. No estaba preparada para vivir de esa manera.


Sin embargo, una de esas veces rezaba arrodillada sobre los bancos de madera, santo, santo, santo es el señor. Y de repente, me di cuenta de que tenía 16 años. Y me di cuenta de que seguía con vida. Ese día dejé de creer en Dios.





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