viernes, 2 de diciembre de 2016

5/16

Hay un hombre en una de esas azoteas valencianas sin tejas. Es tarde, aunque, al estar en el centro de la ciudad la oscuridad dentro de una casa tan sólo es posible con las persianas cerradas a cal y canto, por culpa de la contaminación lumínica. Va en calzoncillos y en camiseta de tirantes. Probablemente, si el insomnio fuese algún traje o prenda de vestir, también lo llevaría encima, aunque ahora es un mero accesorio, muy discretamente escondido dentro del hombre. Aún hay más, claro. Está la fotografía que no sale nunca porque la oscuridad no es partidaria de las ciudades grandes. Teóricamente esta está dormida, pero en realidad, ni siquiera tiene un ápice de sueño. La noche no es joven, pero tampoco está muerta y vive con mucha o demasiada tranquilidad.
Quizá espere a morir. Arctic Monkeys suena de fondo, con los coches, que no cesan su carrera acompasándose con la música, aunque conforme pasen las horas el tráfico aminore y por un momento incluso llegue a poder pararse también el tiempo. La noche es el fenómeno de la eternidad mortal, o el fenómeno mortal de la eternidad que se acentúa en un amanecer muy tardío como el de verano y el insomnio, de nuevo. Las musas existen. A las tres de la mañana existen hasta los dioses más paganos. Todos con copas de más, todos seguros de que la noche como tal no existe, de que es una noche para sobrevivir o dejar que se pierda en la asfixia de una rutina que te has inventado para evitar el hecho de que no estás viviendo

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