jueves, 20 de febrero de 2020

Cara E: Efímera sin ley

Nosotros jamás sabremos cuál era el nombre de Efímera sin ley. Pero sabemos que la gente la llamaba así, Efi, Efímera. Porque en una vida errante en la que no tiene uno nada que perder, está dispuesto a dedicarse a casi cualquier cosa.

Efímera se dedicaba a miles de cosas desde que en su juventud, su padre perdiera la vida y su madre se diera a la bebida. Sabe que su vida se convirtió en un huracán de problemas que la llevaron con el torbellino, escupiéndola de la tormenta y volviéndola a meter, a su placer. Los placeres ajenos dominaron desde joven su vida, en la que ella estuvo paseante y observadora. Esperando a recibir los golpes para poder defenderse.

La primera tarde de agosto que dejó de visitar el cementerio de las afueras, fue el primero en el que descubrió que la calle la llamaba con angustia para que la recorriera. Para que entrase a formar parte de sus elementos. De los círculos y líneas paralelas que se trazaban en todas las direcciones. Las de la vida, las del placer, también las de la pérdida. Efi transitaba por la delgada línea que separaba los carriles y la llevaba al primer club nocturno en el que trabajó, y la volvió a transitar cada vez que cambió de puticlub.

Se agarraba a las líneas despintadas del asfalto como bordes que separaban dos abismos. Los recorría con sus crocs amarillas, y se detenía justo cuando un camión paraba para recogerla. Pero jamás perdió de vista la línea blanca que atravesaba la carretera. Sabía muy bien que, en otros países y universos, ambientes y ecosistemas, siempre existiría un borde por el que tendría que atravesarlos. Y eso le daba paz.

La paz era su elemento más sagrado, pues dentro de un torbellino de pasiones como el mundo de la calle, siempre encontrarlo con pequeños gestos. Por eso, desde el principio de los tiempos, igual que su madre los había cultivado, ella estaba comprometida a ese mismo elemento. A ese mismo final, en el que el camino se trazaba con líneas continuas, y se borraba para no volver a existir nunca más.

Quizá por eso no acostumbraba a vivir en esa prisión. El espacio, cerrado y con baldosas azules que se había convertido en su hogar durante un tiempo que no era capaz de catalogar en ese, ni en otro momento, estaba desprovisto de líneas que llevasen a alguna parte.Las líneas existían, sí, blancas y paralelas. Pero no se podían caminar. Y en conclusión, al recorrer las baldosas de aspecto enfermo que la rodeaban, estaban encerrando espacios. Se entrecruzaban, no llevaban a ningún lugar. A un techo plano en el que se sostenían unos simples focos alargados de policía.

No había energía que transportar. No podía moverse con, ni a través de ella. Simplemente podía observar, de vez en cuando, ese espejo que ocupaba toda la pared, y en el que se veía reflejada con toda claridad. Tanta quietud había en ese lugar, que había decidido abandonar sus propósitos de recorrer con la vista espacios continuos.
En su lugar, atendía al ruido blanco de los focos que alumbraban la superficie de la sala, y miraba al libro, mientras se encendía otro pitillo. Esta es la pérdida de Efímera, estar atrapada entre líneas que se cruzan.
 

 

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