Nosotros jamás sabremos
cuál era el nombre de Efímera sin ley. Pero sabemos que la gente la
llamaba así, Efi, Efímera. Porque en una vida errante en la que no tiene
uno nada que perder, está dispuesto a dedicarse a casi cualquier cosa.
Efímera se dedicaba a
miles de cosas desde que en su juventud, su padre perdiera la vida y su
madre se diera a la bebida. Sabe que su vida se convirtió en un huracán
de problemas que la llevaron con el torbellino, escupiéndola de la
tormenta y volviéndola a meter, a su placer. Los placeres ajenos
dominaron desde joven su vida, en la que ella estuvo paseante y
observadora. Esperando a recibir los golpes para poder defenderse.
La primera tarde de
agosto que dejó de visitar el cementerio de las afueras, fue el primero
en el que descubrió que la calle la llamaba con angustia para que la
recorriera. Para que entrase a formar parte de sus elementos. De los
círculos y líneas paralelas que se trazaban en todas las direcciones.
Las de la vida, las del placer, también las de la pérdida. Efi
transitaba por la delgada línea que separaba los carriles y la llevaba
al primer club nocturno en el que trabajó, y la volvió a transitar cada
vez que cambió de puticlub.
Se agarraba a las líneas
despintadas del asfalto como bordes que separaban dos abismos. Los
recorría con sus crocs amarillas, y se detenía justo cuando un camión
paraba para recogerla. Pero jamás perdió de vista la línea blanca que
atravesaba la carretera. Sabía muy bien que, en otros países y
universos, ambientes y ecosistemas, siempre existiría un borde por el
que tendría que atravesarlos. Y eso le daba paz.
La paz era su elemento
más sagrado, pues dentro de un torbellino de pasiones como el mundo de
la calle, siempre encontrarlo con pequeños gestos. Por eso, desde el
principio de los tiempos, igual que su madre los había cultivado, ella
estaba comprometida a ese mismo elemento. A ese mismo final, en el que
el camino se trazaba con líneas continuas, y se borraba para no volver a
existir nunca más.
Quizá por eso no
acostumbraba a vivir en esa prisión. El espacio, cerrado y con baldosas
azules que se había convertido en su hogar durante un tiempo que no era
capaz de catalogar en ese, ni en otro momento, estaba desprovisto de
líneas que llevasen a alguna parte.Las líneas existían, sí, blancas y
paralelas. Pero no se podían caminar. Y en conclusión, al recorrer las
baldosas de aspecto enfermo que la rodeaban, estaban encerrando
espacios. Se entrecruzaban, no llevaban a ningún lugar. A un techo plano
en el que se sostenían unos simples focos alargados de policía.
No había energía que
transportar. No podía moverse con, ni a través de ella. Simplemente
podía observar, de vez en cuando, ese espejo que ocupaba toda la pared, y
en el que se veía reflejada con toda claridad. Tanta quietud había en
ese lugar, que había decidido abandonar sus propósitos de recorrer con
la vista espacios continuos.
En su lugar, atendía al
ruido blanco de los focos que alumbraban la superficie de la sala, y
miraba al libro, mientras se encendía otro pitillo. Esta es la pérdida
de Efímera, estar atrapada entre líneas que se cruzan.
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