jueves, 20 de febrero de 2020
Cara T: (Toro) El hombre perdido
Cara E: Efímera sin ley
Cara B: El Bueno
El Bueno apareció una noche sin que lo hubiese previsto. Fue una
noche que Enzo había salido. A veces Enzo, cuando se aburre, sale de la
habitación. Tiene una llave que lleva colgada al cuello con la que me
mantiene en ese lugar. Supongo que para que no sepa cuál es el lugar y
termine por aprender cómo salir de él (sabe que soy lista y me quiere
para conversar con él, pero también me quiere tener controlada). A veces
sale de esa habitación para traerme libros o para traerme de comer.
Creo que todo lo que me trae de comer lo cocina él, porque veo sus ojos
frustrados intentando que le de mi aprobación, pese a que tampoco tenga
mucho menú donde elegir. Los libros que le gustan al menos están bien.
Algunos los leí cuando era pequeña. Otros siempre había querido leerlos.
Creo que de alguna manera lo necesita para que le de conversación y así
sabe donde llevarme, aunque nunca conseguirá que pensemos lo mismo,
porque no me he criado en este lugar. ¿Habrá pensado sobre esto? Bueno. A
veces también sale para limpiar. Lo hace cuando está agobiado, que es
muchas veces. Pero hay días en que está especialmente agobiado y sale y
se pone a limpiar los cristales de la sala de interrogatorios, desde
donde puede seguir mirándome, aunque yo no esté haciendo nada
interesante en ese momento. A veces lo escucho hablar con otras
personas, que también me ven, pero a las que yo no había podido ver.
Hasta que trajo al Bueno.
En realidad, el Bueno entró accidentalmente en la habitación sin que
Enzo pudiese evitarlo. Sospecho que la amistad y el respeto que le unen a
él hace que no pudiese decirle que saliese de la habitación, así que se
quedó hablando conmigo. Es un hombre alto, con el pelo largo,
grasiento, pero no por la suciedad, es como si se echase aceite para que
pareciese más bonito. Y lo consigue. Tiene el pelo bonito, le brilla
bajo los focos como si los fluorescentes fuesen un gran sol alargado.
Tiene los ojos azules, patillas, el bigote como recién afeitado y
perilla. Viste con un abrigo de cuero largo. La primera vez que se sentó
en una de las incómodas sillas de la sala hizo ese ruido que hace el
cuero cuando está muy pegado contra algo. Yo me eché a reír, y aunque
pensaba callarme enseguida porque pensé que me pegaría, como haría Enzo,
se echó a reír también, como si fuese un niño y ese un chiste
tontísimo. Como una broma sobre pollas. Y nosotros unos niños de diez
años que se dedican la clase de música a escaparse al baño para
contarlos. Lleva ropa mucho más ancha de su cuerpo, en realidad, pero le
queda bien. Con su altura, parece más fornido con esa ropa.
Después de la risa inicial, el Bueno sacó un coletero y se recogió el
pelo, se sentó echándose para atrás, y puso una mano encima de otra.
Tiene las manos grandes, hasta tal punto que parece que se recojan entre
sí. Se quedó en silencio durante un par de segundo y después me dijo:
- ¿Te gusta MGMT?
Yo le dije que no los había escuchado más allá de KIDS y de Time to
Pretend, que me llamaban la atención sus vídeos, pero que no los había
escuchado más allá de eso.
- Agárrate a la silla -me dijo- vas a ver su mejor temazo.
De repente, como si se abriese una cripta, metió mano en el abrigo. Y
me puso "When you die" en uno de esos discman que solían llevarse en
los ochenta, grandes y toscos. Yo nunca había escuchado música en ese
lugar y para mí fue como ese momento de "Cadena perpetua" en el que
ponen un aria de música clásica en la cárcel, y los presos se quedan
mirando los altavoces como si hubiesen venido a buscarlos una horda de
ángeles con trompetas celestiales. Creo que era la única canción que
había en ese discman. Dejó el discman en la mesa mientras sonaba ese
coro de ángeles celestiales y se encendió un pitillo. Me pasó la
cajetilla y me encendió un cigarro.
- ¿De dónde son? -pregunté. No podía dejar de pensar en el bajo y esa melodía como de canción china.
- De Connecticut. ¿Y tú de dónde eres?
- No lo sé -me sinceré-. Mis padres me registraron en un sitio
diferente del que nací. Y diferente del sitio en el que viví en mi
juventud. Y diferente del que viví la última vez que viví fuera de aquí.
- Vaya, eso sí que parece mítico. Más mítico que esta canción.
- Al menos MGMT sabe que es de Connecticut.
- Los orígenes no le importan a nadie, de todas maneras. Lo que
importa es de dónde te sientas. Yo por ejemplo, me siento en esta silla
que me arruga el culo como una pasa.
Y sonrió, dejando relucir unos hoyuelos, como un crío. Me tendió la
mano sin cigarro y se presentó. Tenía las manos arrugadas y cálidas,
como cuando han estado metidas mucho rato en el agua después del frío.
- Me llamo Francisco. Pero todo el mundo me llama el Bueno, así que llámame Bueno.
- ¿Y tú te sientes bueno?¿O te lo han endosado? -le hice reír, lo que hizo que sonriera más.
- El Bueno era mi padre. Pero no hay diminutivos, así que yo también soy bueno, naturalmente.
- Yo soy Efi -le dije- Efi a secas.
- Bueno, Efi a secas. ¿Y qué haces en este lugar para divertirte?
- No mucho. Leo los libros que me deja Enzo, y cuento las baldosas de la pared.
- ¿Y cuántas hay?
- Depende de en qué serie las cuentes: enteras, rotas, azules, rayadas, despegadas, o sin alicatar.
El Bueno no dejaba de mirarme con mucha atención. No dejaba de
sonreír, pero con una sonrisa agradable, curiosa, como si fuese un niño.
Se sentó bien y apagó su cigarro. Acercó la cabeza para mirarme más de
cerca y eso empezó a asustarme. El confinamiento había generado en mí
una creciente inseguridad, y hacía mucho tiempo, más del que podía
imaginarme, que veía a alguien que no fuera Enzo, en igualdad de
condiciones. Cogió el discman y reprodujo la canción desde el principio,
y automáticamente me tendió la mano para preguntarme si quería bailar
con él.
Yo no quería tener que tocarlo, así que asentí, pero no le tendí la
mano, sino que me levanté, con cierta torpeza. Me quité los zapatos
porque el suelo de linóleo siempre me ha puesto muy nerviosa. El Bueno
seguía todos mis movimientos con curiosidad, pero sin desprecio. Como si
lo estuviese descubriendo. Eso hizo que mantuviese una distancia
prudente para no molestarme, pero también que se quitase los zapatos sin
preguntarme antes por qué debía hacerlo. Ambos miramos al espejo
mientras bailábamos, sin miedo al ridículo porque solamente estábamos
cuatro, y ninguno teníamos sentido de la coordinación suficiente como
para tener competidores. El Bueno gritó.
- ¡Mira Enzo!¡Mira qué bien lo estamos pasando!