Osos y lobos arrastraban cuerdas que les quemaban la piel.
El calor de las máquinas les había quemado el pelo convirtiendo su cuerpo en
una masa de carne enferma. Llevaban el uniforme de la fábrica, unas gorras con
las que el sudor se les les pegaba a las heridas producidas por las grietas,
los accidentes laborales sin cubrir, y otros inconvenientes de último momento.
Después todos, o casi todos, irían a los
pubs nocturnos a beber un par de cervezas. Ollie, un pastor alemán, acababa de
ser padre, y aunque no tenía del todo claro si podría mantener a sus
cachorritos, tenía los nervios tan jodidos que como montara una sola lavadora
más, pensaba suicidarse metiéndose en ella y dándole a girar.
Dentro de los que trabajaban en la planta de ensamblaje de
piezas había varios grupos, como en todos lados. A los perros no podías
meterlos con los gatos, ni con pájaros, ni con los osos.
En el grupo de Ollie había además varios tipos de perros: un
beagle, Miles, un cocker americano, Alan, un pastor alemán, Mike, y un corgi
galés, Ed.
A Miles lo tenían rellenando albaranes y gestionando la
oficina, hijo del encargado y no muy hablador y fumador en exceso, al que le gustaba
jugar al cricket. Alan, trabajando en tornos codo con codo con Ollie, tenia el
pelo precioso pero tan largo que tenía que llevar uno de esos gorros de cocina
de los comedores. El pastor alemán se dedicaba a la seguridad y sobre todo, a
estar de mal humor y leer el periódico y sentirse desdichado por tener una
familia a la que alimentar. Y le picaba el uniforme, así que siempre estaba
rascándose de mala manera. Ed llevaba carretillas y era el chico de los
recados. Bastante joven, acababa de dejar la escuela (y casi de alimentarse de
su madre).
También había un par de lobos que se juntaban porque era lo
más similar a su especie que podían encontrar por allí. Eran hermanos. Fred y
Alexander, o Alex, para los amigos. Los dos eran ejemplos de las carencias de
pelo que se destilaban por allí y Fred, directamente, tenía una gran herida
debajo del ojo ciego. Una pistola de grapas y muy mala hostia, para resumir.
En los descansos, jugaban a los dados y al Seven Up y los fines de semana, salían
por los pubs a beber cerveza y a olvidar que estaban casados, o a intentar
llegar al matrimonio. Las mujeres burguesas ni se les acercaban, pero se
paseaban por allí vestidas de pieles de zorro y con perfumes y pendientes
caros. Las de su clase, eran muy bordes o ya estaban casadas. Y entretanto,
habían agotado sus capacidades para poder tener una conversación de más de dos
palabras con una hembra. Estaban tan cansados llegado el viernes, y al mismo
tiempo, tan llenos de adrenalina y cerveza, que parecían los trenes de
mercancías que pasaban por las ventanas sucias de la fábrica. A veces llevaban
lavadoras y otras veces soldados, como si fueran vagones de ganado, que
saludaban a todo ser humano que se movía.
Como contaba, Ollie acababa de tener un crío hacía poco.
Todavía era demasiado joven para tenerlo y ni siquiera estaba seguro de poder
mantenerlo. Su esposa, trabajadora de una tratadora de telas, tenía la
sensación de que era la única cosa que podrían hacer en la vida que les hiciera
felices, pese a que cuando llegara a los dieciséis años tuviera poco donde
elegir. De hecho, con la maternidad de ella, que no podría volver a
incorporarse a su puesto, ni siquiera podría elegir nada.
Eso había creado en su hogar una rutina muy concreta,
consistente en dar vueltas por la cama y tener pesadillas en las que tenía que
pagar facturas que estaban en la cocina, que estaban en la cocina de verdad.
Imaginaba que se moría, y dudaba de si era mejor no conseguir dormir en toda la
noche, o alargar sus pesadillas diarias. En dirección a la fábrica, el olor de
la grasa, el carbón y el pan de un horno de leña cercano, lo volvían a
despertar y a sentir el uniforme de trabajo sobre el pelo y las patas. Y aunque
seguía sintiéndose desdichado, pensaba en que pronto se acabaría la guerra, en
que tenía una esposa preciosa y en que tendría un momento para poder beber
cerveza con sus mejores amigos. Tener un hijo, además, le llenaba de orgullo y
de unas ganas de vivir que no había tenido desde hacía muchos años.
Aquel día, el supervisor de la planta le dio una paga extra
y una palmadita en la espalda. El día transcurrió con un par de incidentes; los
viernes la gente solía estar quemada por la semana, y más cuando les habían
subido las cuotas para el próximo mes. Los ricachones de las urbanizaciones
deseaban tener lavadoras nuevas, y cuando no, tenían que fabricar piezas para
rifles de asalto que seguramente habían pagado los tipos de las lavadoras. Un
tío que trabajaba a su lado se hizo un corte bastante importante en la palma de
la mano y un par de panolis se pusieron a discutir en la hora de la comida. A
algunos les gustaba más que a otros llevar armas al frente. Y los perros no se
llevan muy bien con los gatos tampoco.
-
¿Por qué tenemos que seguir construyendo piezas?
¿Es que no hay suficientes armas en el frente ya? ¿Qué le voy a decir a mis
hijos cuando sean mayores? ¿Trabajé haciendo las armas que matarían a tu
familia?
-
Mira chucho, nosotros no matamos a la gente. No
fabricamos armas porque nos guste, sino porque necesitamos dar de comer a
nuestra familia, y todo el mundo lo sabe. Lo sabrán antes o después. Además,
estos tíos están luchando por nuestro país y deberías estar agradecido.
-
Agradecido, sí, agradecido. Pero en qué coño nos
hemos convertido ahora. El eje de la civilización es Inglaterra. Me río sobre
todo esto. Esa gente no quiere combatir. No saben combatir.
-
Pues aprenden. Y nosotros tenemos que serles
útiles. Tenemos que demostrar que estamos ahí para ellos. ¡Somos la fuerza de
Inglaterra! – dijo el gato, agitando su hombro musculoso, con los ojos
brillándole con emoción.
-
¿Sí? ¿A cuántos de tu familia han mandado al
frente, Billy?
-
Veamos…Macy, John, a mi hermano, mis dos primos,
un sobrino. Yo no podía ir porque tengo las patas demasiado planas.
-
¿Y a cuántos de los tíos para los que fabrican
han mandado al frente?¿Sabes cuánto importa que se muera tu familia? ¿Quieres
que te lo diga?
-
No hables así de mi familia, no, eso no te lo
tolero.
-
Cuando tu hermano esté desangrándose en una
trinchera, como un estúpido, podrás sentirte glorificado por Inglaterra, hasta
que te des cuenta de que no lo vas a ver nunca.
Cabe decir que esta discusión
acabó a mordiscos entre los dos. Pero el gato entendió bastantes cosas, porque
enseguida dejó de mirar con los ojitos brillantes al encargado de planta y
empezó a perder la mirada, como haces siempre que llevas trabajando un tiempo
prolongado debajo de una máquina de ensamblaje.
Con la emergencia de los trabajos
para el frente, ese día estuvieron trabajando hasta las seis. Para entonces se
habían racionado los cigarrillos para las pausas y habían perdido toda la
calderilla posible jugando al Seven Up
entre horas, y apostando al fútbol que sonaba por la radio en un cacharro que
se paraba a cada tanto. Las chinas y trocitos de carbón se les clavaban en la
carne, como perros enfermos y a las seis, cuando las jovencitas empezaban a
salir y empezaba a refrescar, salieron para celebrar el nacimiento del niño a
un pub del centro, que servía buenas raciones de comida y algo de música.
Algunos de aquellos hombres bebían black and tan’s, otros pintas de cerveza
negra, los más valientes habían pasado al destilado directamente. Alan, el
perro con el pelo bonito, ya había atraído a unas cuantas muchachas, pero
estaba tan agarrotado que se abrazaba a su cerveza como si aquel vaso con
curvas fuese el único cuerpo que iba a tocar esa noche.
-
Eh, Miles, buen tanto de tu padre al pagarle a
Ollie las birras, ¿eh?
Miles estaba pasando unas jugadas
de cricket en una servilleta con un pitillo en la boca. Sonrió y arqueó las
cejas, y automáticamente dejó de escribir.
-
¿Tú crees que has sido mi padre, no?
-
¿Poder de convicción de hijo primogénito?
-
Quería escupirle en la mano, pero le he
recordado que él también fue padre alguna vez en su vida. Y por alguna razón lo
he convencido para que le dieras de comer a tu chaval.
-
Bloody
bastard!
Ambos perros empezaron a reír.
Alan se abrió paso por la mesa y juntó las cabezas de sus compañeros.
-
Bueno, camaradas, parece que me esperan dos
chicas de lo más agradables, ¡hagan sus apuestas!
-
Yo digo que no vuelves a comerte un rosco en lo
que te queda de adolescencia -- dijo Mike, que pasaba un gran periódico delante
de él. Era de los que habían pedido whisky. Gozaba de una imagen de padre
soltero, a pesar de que estuviese recién casado.
-
Por lo menos volverá a comerse un rosco. ¿Cuánto
hace que no vas con tu señora a buscar algo que sea un bebé? – Alex, uno de los
lobos. Las mujeres no se le acercaban por resultarle demasiado baboso. Unos
dientes demasiado grandes.
-
Si no pueden servirme de mano de obra no los
necesito ahora mismo. Tengo un estatus que mantener – mantuvo, en una mezcla
entre seriedad y sarcasmo.
Alan volvió en búsqueda de la
atención para la que había venido, se recogió un poco el pelo, terminó su black-and-tan y se levantó de la mesa
como si le acabasen de patear el pecho y necesitase venganza. Lo único que
necesitaba era un poco de marcha.
-
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